1. PRINCIPIOS PRELIMINARES.
La
personalidad de Dios está involucrada en la idea de la Ley; y por tanto toda
moralidad está basada en la religión. Los principales significados de la palabra ley son:
(1) Un orden establecido en la secuencia de acontecimientos. Una ley,
en este sentido, es un mero hecho. Que los planetas estén separados del sol en
base de una proporción determinada; que las hojas de una planta estén
dispuestas en una espiral regular alrededor del tallo; y que una idea sugiera
otra por asociación, son hechos simples. Pero se les llama apropiadamente
leyes, en el sentido de órdenes secuenciales o relacionales establecidos.
También lo que se llaman leyes de la luz, del sonido, y de la afinidad química,
son, en su mayoría, meros hechos.
(2) Una fuerza con una actuación uniforme que determina la regular
secuencia de acontecimientos. En este sentido, las fuerzas físicas que
observamos actuando a nuestro alrededor son llamadas leyes de la naturaleza. La
gravedad, la luz, el calor, la electricidad y el magnetismo son fuerzas así. El
hecho de su actuación uniforme les da el carácter de leyes. Así el Apóstol se
refiere también a una ley de pecado en sus miembros que guerrea contra la ley
de su mente.
(3) Ley es aquello que vincula la conciencia. Impone la obligación de
conformarse a sus demandas a todas las criaturas racionales. Esto es cierto de
la ley moral en su sentido más amplio. Es también cierto de las leyes humanas
dentro de la esfera de su legítima acción. En todos estos sentidos de la
palabra, una ley implica un legislador; esto es, una inteligencia actuando
voluntariamente para alcanzar un fin.
La acción irregular o no
regulada de las fuerzas físicas produce caos; su acción ordenada produce el
cosmos. Pero una acción ordenada es una acción preestablecida, sostenida y
dirigida para el logro de un propósito. Esto es todavía más evidentemente
cierto con respecto a las leyes morales. El análisis más ligero de nuestros
sentimientos es suficiente para mostrar que la obligación moral es la
obligación de conformar nuestro carácter y conducta a la voluntad de un Ser
infinitamente perfecto, que tiene autoridad para hacer imperativa su voluntad,
y que tiene el poder y el derecho de castigar la desobediencia.
El sentimiento de culpa se
resuelve especialmente en una conciencia responsable delante de un gobernador
moral. Así, la ley moral es en su naturaleza la revelación de la voluntad de
Dios hasta allá donde esta voluntad tiene que ver con la conducta de Sus
criaturas. No tiene otra autoridad no otra sanción que la que deriva de Él. Lo
mismo sucede con respecto a las leyes de los hombres. No tienen poder ni
autoridad a no ser que tengan un fundamento moral. Y si tienen una base moral
de manera que vinculen a la conciencia, esta base tiene que ser la voluntad
divina.
La autoridad de los
gobernantes civiles, los derechos de propiedad, de matrimonio y todos los otros
derechos civiles, no descansan sobre abstracciones, ni sobre principios
generales de conveniencia. Se podrían echar a un lado sin ninguna culpabilidad
si no estuvieran sustentados por la autoridad de Dios. Por ello, toda
obligación moral se resuelve en la obligación de conformarse a la voluntad de
Dios. Así que el Teísmo es la base de la jurisprudencia así como de la
moralidad.
Principios Protestantes
limitando la obediencia a las leyes humanas. Hay otro principio considerado
fundamental por todos los protestantes, y es que la Biblia contiene toda la
norma de deber para los hombres en su actual estado de existencia. Nada puede
ligar legítimamente a la conciencia que no esté ordenado o prohibido por la
Palabra de Dios. Este principio es la salvaguarda de la libertad con que Cristo
ha hecho libre a Su pueblo. Si se renuncia a él, se está a merced de la Iglesia
externa, del Estado, o de la opinión pública. Es simplemente el principio de
que es justo obedecer a Dios antes que a los hombres.
Nuestra obligación de
prestar obediencia a las prescripciones humanas en cualesquiera de sus formas
descansa sobre nuestra obligación de obedecer a Dios; y, por tanto, siempre que
las leyes humanas están en conflicto con la ley de Dios estamos obligados a
desobedecerlas. Cuando los emperadores paganos ordenaron a los cristianos a
adorar a los ídolos, los mártires rehusaron. Cuando los papas y los concilios
mandaron a los protestantes rendir culto a la Virgen María y a reconocer la
supremacía del obispo de Roma, los mártires Protestantes rehusaron. Cuando les
demandaron a los Presbiterianos de Escocia sus gobernantes en la Iglesia y en
el Estado que se sometieran a la autoridad de obispos, rehusaron.
Cuando se les demandó a los Puritanos de
Inglaterra que reconocieran la doctrina de la «obediencia pasiva», de nuevo
rehusaron. Y es a la postura adoptada por estos mártires y confesores que le
debe el mundo toda la libertad civil y religiosa que ahora goza. La cuestión de
si alguna promulgación de la Iglesia o del Estado entra en conflicto con la
verdad o la ley de Dios debe ser decidida por cada persona individualmente. Es
en el individuo que pesa la responsabilidad, y por ello es a él, como
individuo, a quien pertenece el derecho de juzgar.
Aunque estos principios,
cuando se exponen como tesis, son reconocidos universalmente entre los
Protestantes, son sin embargo muy frecuentemente descuidados. Esto es cierto no
sólo en cuanto al pasado, cuando la Iglesia y el Estado reclamaron abiertamente
el derecho a hacer leyes que ligaran la conciencia. Es cierto en la actualidad.
Los hombres siguen insistiendo en el derecho de hacer pecado aquello que Dios
no prohíbe; y obligatorio aquello que Dios no ha mandado. Prescriben normas de
conducta y estipulaciones de comunión eclesial que no tienen sanción en la
Palabra de Dios.
Es tan deber para el pueblo
de Dios resistir tal usurpación como lo fue para los primitivos cristianos
resistirse a la autoridad de los Emperadores Romanos en cuestiones de religión,
o para los primitivos Protestantes rehusar reconocer el derecho del Papa a
decidir por ellos lo que debían creer y lo que debían hacer.
La esencia de la
incredulidad consiste en que el hombre ponga sus convicciones de la verdad y
del deber por encima de la Biblia. Esto puede ser hecho por fanáticos en la
causa de la benevolencia, así como por fanáticos en cualquier otra causa. En todo
caso, se trata de incredulidad como tal debería ser denunciada y resistida, a
no ser que estemos dispuestos a renunciar a nuestra adhesión a Dios, y a
hacemos los siervos de los hombres. Libertad
cristiana en asuntos indiferentes.
Es perfectamente consistente
con el principio acabado de citar que una cosa puede ser buena o mala según
ciertas circunstancias, y, por ello, puede ser a menudo malo hacer lo que la
Biblia no condena. El mismo Pablo circuncidó a Timoteo; sin embargo, les dijo a
los Gálatas que si se dejaban circuncidar, Cristo no les aprovecharía de nada.
Comer carne ofrecida en sacrificio a los ídolos era asunto de indiferencia.
Pero el Apóstol dijo: «Si la comida le es a mi hermano ocasión de caer, no
comeré carne jamás, para no poner tropiezo a mi hermano.»
Hay dos importantes
principios involucrados en estos hechos escriturarios.
El primero es que una cosa por sí misma
indiferente pueda llegar a ser hasta fatalmente mala si se hace con mala
intención. La circuncisión no era nada, y la incircuncisión no era nada. Poco
importaba que un hombre estuviera circuncidado o no. Pero si alguno se sometía
a la ordenada produce el cosmos. Pero una acción ordenada es una acción
preestablecida, sostenida y dirigida para el logro de un propósito.
Esto es todavía más
evidentemente cierto con respecto a las leyes morales. El análisis más ligero
de nuestros sentimientos es suficiente para mostrar que la obligación moral es
la obligación de conformar nuestro carácter y conducta a la voluntad de un Ser
infinitamente perfecto, que tiene autoridad para hacer imperativa su voluntad,
y que tiene el poder y el derecho de castigar la desobediencia.
El sentimiento de culpa se
resuelve especialmente en una conciencia responsable delante de un gobernador
moral. Así, la ley moral es en su naturaleza la revelación de la voluntad de
Dios hasta allá donde esta voluntad tiene que ver con la conducta de Sus
criaturas. No tiene otra autoridad no otra sanción que la que deriva de Él. Lo
mismo sucede con respecto a las leyes de los hombres. No tienen poder ni
autoridad a no ser que tengan un fundamento moral.
Y si tienen una base moral
de manera que vinculen a la conciencia, esta base tiene que ser la voluntad
divina. La autoridad de los gobernantes civiles, los derechos de propiedad, de
matrimonio y todos los otros derechos civiles, no descansan sobre
abstracciones, ni sobre principios generales de conveniencia. Se podrían echar
a un lado sin ninguna culpabilidad si no estuvieran sustentados por la
autoridad de Dios.
Por ello, toda obligación
moral se resuelve en la obligación de conformarse a la voluntad de Dios. Así
que el Teísmo es la base de la jurisprudencia así como de la moralidad. Principios Protestantes limitando la
obediencia a las leyes humanas. Hay otro principio considerado
fundamental por todos los Protestantes, y es que la Biblia contiene toda la
norma de deber para los hombres en su actual estado de existencia. Nada puede
ligar legítimamente a la conciencia que no esté ordenado o prohibido por la
Palabra de Dios.
Este principio es la
salvaguarda de la libertad con que Cristo ha hecho libre a Su pueblo. Si se
renuncia a él, se está a merced de la Iglesia externa, del Estado, o de la
opinión pública. Es simplemente el principio de que es justo obedecer a Dios
antes que a los hombres. Nuestra obligación de prestar obediencia a las
prescripciones humanas en cualesquiera de sus formas descansa sobre nuestra
obligación de obedecer a Dios; y, por tanto, siempre que las leyes humanas
están en conflicto con la ley de Dios estamos obligados a desobedecerlas.
Cuando los emperadores
paganos ordenaron a los cristianos a adorar a los ídolos, los mártires
rehusaron. Cuando los papas y los concilios mandaron a los protestantes rendir
culto a la Virgen Mana y a reconocer la supremacía del obispo de Roma, los
mártires Protestantes rehusaron. Cuando les demandaron a los Presbiterianos de
Escocia sus gobernantes en la Iglesia y en el Estado que se sometieran a la
autoridad de obispos, rehusaron.
Cuando se les demandó a los
Puritanos de Inglaterra que reconocieran la doctrina de la «obediencia pasiva»,
de nuevo rehusaron. Y es a la postura adoptada por estos mártires y confesores
que le debe el mundo toda la libertad civil y religiosa que ahora goza. La
cuestión de si alguna promulgación de la Iglesia o del Estado entra en
conflicto con la verdad o la ley de Dios debe ser decidida por cada persona
individualmente. Es en el individuo que pesa la responsabilidad, y por ello es
a él, como individuo, a quien pertenece el derecho de juzgar. Aunque estos
principios, cuando se exponen como tesis, son reconocidos universalmente entre
los Protestantes, son sin embargo muy frecuentemente descuidados.
Esto es cierto no sólo en
cuanto al pasado, cuando la Iglesia y el Estado reclamaron abiertamente el
derecho a hacer leyes que ligaran la conciencia. Es cierto en la actualidad.
Los hombres siguen insistiendo en el derecho de hacer pecado aquello que Dios
no prohíbe; y obligatorio aquello que Dios no ha mandado. Prescriben normas de
conducta y estipulaciones de comunión eclesial que no tienen sanción en la
Palabra de Dios. Es tan deber para el pueblo de Dios resistir tal usurpación
como lo fue para los primitivos cristianos resistirse a la autoridad de los
Emperadores Romanos en cuestiones de religión, o para los primitivos
Protestantes rehusar reconocer el derecho del Papa a decidir por ellos lo que
debían creer y lo que debían hacer.
La esencia de la
incredulidad consiste en que el hombre ponga sus convicciones de la verdad y
del deber por encima de la Biblia. Esto puede ser hecho por fanáticos en la
causa de la benevolencia, así como por fanáticos en cualquier otra causa. En
todo caso, se trata de incredulidad. Y como tal debería ser denunciada y
resistida, a no ser que estemos dispuestos a renunciar a nuestra adhesión a
Dios, y a hacernos los siervos de los hombres. Libertad cristiana en asuntos indiferentes. Es perfectamente
consistente con el principio acabado de citar que una cosa puede ser buena o
mala según ciertas circunstancias, y, por ello, puede ser a menudo malo hacer
lo que la Biblia no condena.
El mismo Pablo circuncidó a
Timoteo; sin embargo, les dijo a los Gálatas que si se dejaban circuncidar,
Cristo no les aprovecharía de nada. Comer carne ofrecida en sacrificio a los
ídolos era asunto de indiferencia. Pero el Apóstol dijo: «Si la comida le es a
mi hermano ocasión de caer, no comeré carne jamás, para no poner tropiezo a mi
hermano.» Hay dos importantes principios involucrados en estos hechos
escriturarios. El primero es que una cosa por sí misma indiferente pueda llegar
a ser hasta fatalmente mala si se hace con mala intención.
La circuncisión no era
nada, y la incircuncisión no era nada. Poco importaba que un hombre estuviera
circuncidado o no. Pero si alguno se sometía a la circuncisión como acto de
obediencia legal, y como condición necesaria de su justificación delante de
Dios, rechazaba con ello el Evangelio, o, tal como lo expresa el Apóstol, caía
de la gracia. Renunciaba al método de justificación por gracia, y Cristo dejaba
de aprovecharle. De la misma manera, comer carne que había sido ofrecida en
sacrificio a un ídolo era cuestión indiferente. «La comida», dice Pablo, «no
nos recomienda delante de Dios; porque ni si comemos vamos por ello mejor, ni
si no comemos vamos por ello peor.»
Sin embargo, si alguien
comía carne como acto de reverencia al ídolo, o bajo circunstancias que
implicaran que era un acto de culto, era culpable de idolatría. Y, por tanto,
el Apóstol enseñaba que la participación en fiestas celebradas dentro de los
recintos del templo de un ídolo era idolatría. El otro principio es que, con
independencia de cuál sea nuestra intención, pecamos contra Cristo cuando
hacemos un uso tal de nuestra libertad, en asuntos indiferentes, que hacemos
que otros tropiecen.
En el primero de estos
casos, el pecado no estaba en circuncidarse, sino en hacer de la circuncisión
una condición de la justificación. En el segundo caso, la idolatría consistía
en no comer carne ofrecida en sacrificio a los ídolos, sino en comerla como
acto de culto al ídolo. Y en el tercer caso, el pecado residía no en afirmar
nuestra libertad en cuestiones indiferentes, sino en hacer tropezar a otros.
LAS
NORMAS QUE LAS ESCRITURAS ESTABLECEN DE MANERA CLARA ACERCA DE ESTA CUESTIÓN
SON:
(1) Que ningún individuo ni grupo tiene derecho a declarar pecaminoso
aquello que Dios no prohíbe. No había pecado en circuncidarse, ni en comer
carne, ni en observar los días sagrados de los hebreos.
(2) Que es una violación de la ley del amor, y por ello mismo un
pecado contra Cristo, emplear de tal manera la propia libertad que lleve a
otros a pecar. «Tened cuidado», dice el Apóstol, «no sea que por esta vuestra
libertad lleguéis a ser piedra de tropiezo para los débiles.» «Cuando pecáis de
esta manera contra los hermanos, y herís su débil conciencia, pecáis contra
Cristo» (1 Co 8:9, 12). «Es bueno (esto es, moralmente obligatorio) ni comer
carne, ni beber vino, ni hacer nada por lo que tu hermano tropiece, o se
ofenda, o se debilite.» «Todas las cosas son ciertamente limpias, pero es malo
para aquel hombre que come con mala conciencia» (Ro 14:21, 20).
(3) Nada en sí mismo indiferente puede ser constituido como una
obligación universal y permanente. El hecho de que fuera malo en Galacia
someterse a la circuncisión no significa que fuera mala para Pablo circuncidar
a Timoteo. El hecho de que fuera malo en Corinto comer carne no significa que
sea mala siempre y en todo lugar. Una obligación que surja de las
circunstancias tiene que variar con las circunstancias.
(4) Es cuestión del libre juicio cuando sea obligatorio abstenerse
del uso de cosas indiferentes. Nadie tiene derecho a decidir esta cuestión por
otros. Ningún obispo, sacerdote ni tribunal eclesiástico tiene derecho a
decidirlo. En caso contrario no seria asunto libre. Pablo reconocía
constantemente el derecho (exousia)
de los cristianos a juzgar de tales casos por ellos mismos.
No lo reconoce sólo implícitamente, sino que lo dice de manera
expresa, y condena a los que quisieran poner esto en tela de juicio. «El que
come, no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come;
porque Dios le ha recibido. ¿Quién eres tú para juzgar al criado ajeno? Para tu
propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor
para sostenerle en pie.» «Uno hace diferencia entre día y día; otro juzga
iguales todos los días.
Que cada uno esté plenamente convencido en su propia mente» (Ro
14:3,4,5). Es un dicho común que cada hombre tiene un papa en su seno. Esto es,
la inclinación a enseñorearse de la heredad de Dios es casi universal. Los
hombres desean que sus opiniones acerca de las cuestiones morales sean hechas
ley para ligar las conciencias de sus hermanos. Esta es una usurpación igual de
grande de una prerrogativa divina cuando lo hace un cristiano individual o un
tribunal eclesiástico que si lo hace el Obispo de Roma. Estamos tan obligados a
resistirlo en un caso como en el otro.
(5) Está involucrado en lo que se ha dicho que el uso que haga un
hombre de su libertad cristiana nunca puede ser la base de una censura
eclesiástica ni una condición para la comunión cristiana. Diferentes clases de leyes. Al
estudiar la Biblia como conteniendo una revelación de la voluntad de Dios, lo
primero que atrae la atención es la gran diversidad de preceptos contenidos en
ella.
Esta diferencia tiene que ver con la naturaleza de los preceptos,
y la base sobre la que descansan, o la razón por la que son obligatorios.
1. Hay leyes que están basadas en la naturaleza de Dios. A esta
clase pertenece el mandamiento de amar supremamente a Dios, de ser justo,
misericordioso y gentil. El amor debe ser siempre y en todas partes
obligatorio. La soberbia, la envidia y la malicia tienen que ser siempre y en
todo lugar malas. Estas leyes son vinculantes para todas las criaturas
racionales, tanto ángeles como hombres. El criterio de estas leyes es que son
absolutamente inmutables e indispensables. Cualquier cambio en ellas implicaría
no meramente un cambio en las relaciones humanas, sino también en la misma
naturaleza de Dios.
2. Una segunda clase de leyes incluye aquellas que están basadas en
las relaciones permanentes de los hombres en su actual estado de la existencia.
Estas son las leyes morales, en distinción a las leyes meramente estatutarias.
acerca de la propiedad, matrimonio y los deberes de padres e hijos, o de
superiores e inferiores. Tales leyes conciernen a los hombres sólo en su actual
estado de ser. Pero son permanentes en tanto que persisten las relaciones que
contemplan.
Algunas de estas leyes son vinculantes para los hombres como
tales; otras para los maridos como maridos, para las mujeres como mujeres, y a
los padres e hijos como tales, y consiguientemente son vinculantes para todos
aquellos que sustentan estas varias relaciones. Están basadas en la naturaleza
de las cosas, como se dice; esto es, sobre la constitución que Dios ha
considerado oportuno ordenar. Esta constitución pudiera haber sido diferente, y
estas leyes no habrían tenido entonces ocasión.
El derecho a la propiedad hubiera podido no existir. Dios hubiera
podido hacer todas las cosas tan comunes como la luz del sol o el aire. Los
hombres hubieran podido ser como los ángeles, ni casándose ni dándose en casamiento.
Bajo tal constitución no hubiera habido ocasión para una multitud de leyes que
son ahora de obligación universal y necesaria.
3. Una tercera clase de leyes tienen su base en ciertas relaciones
temporales de los hombres, o condiciones de la sociedad, y están puestas en
vigor por la autoridad de Dios. A esta clase pertenecen muchas de las leyes
judiciales o civiles de la antigua teocracia; leyes que regulan la distribución
de la propiedad, los deberes de maridos y mujeres, el castigo de los crímenes,
etc. Estas leyes eran la aplicación de principios generales, de justicia y de
derecho a las peculiares circunstancias del pueblo hebreo.
Estas disposiciones son vinculantes sólo para aquellos que están
en las circunstancias contempladas en la ley, y dejan de ser obligatorias
cuando estas circunstancias cambian. Es siempre y en todas partes justo que el
crimen sea castigado, pero la clase o grado de castigo puede variar con la
variable condición de la sociedad. Es siempre justo que los pobres sean ayudados,
pero una manera de cumplir este deber puede ser apropiado en una era y país, y
otra preferible en otros tiempos y lugares.
Así, todas aquellas leyes en el Antiguo Testamento que tenían su
base en las peculiares circunstancias de los hebreos, dejaron de ser
vinculantes cuando se desvaneció la antigua dispensación. Es a menudo difícil
determinar a cuál de las dos últimas clasificaciones pertenecen ciertas leyes
del Antiguo Testamento, y por ello decidir si son todavía obligatorias o no.
Unos males lamentables han sido consecuencia de errores en cuanto a este punto.
Las teorías de la unión entre la Iglesia y el Estado, del derecho
de los magistrados a interferir autoritativamente en cuestiones de religión, y
del deber de la persecución, por lo que respecta a su autoridad Escrituraria,
descansan sobre una transferencia de unas leyes basadas en las relaciones
temporales de los hebreos a las relaciones cambiadas de los cristianos. Por
cuanto los reyes hebreos eran los guardianes de ambas tablas de la Ley, y se
les ordenaba suprimir la idolatría y toda falsa religión, se infirió que éste
seguía siendo el deber del magistrado cristiano.
Por el hecho de que Samuel despedazó a Agag se infirió que era
justo tratar de manera parecida con los herejes. Nadie puede leer Ia historia
de la Iglesia sin quedar impresionado por los terribles males que surgieron de
este error. Por otra parte, hay algunas de las leyes judiciales del Antiguo
Testamento que estaban verdaderamente fundadas sobre las relaciones permanentes
de los hombres, y por ello que estaban designadas para una obligación perpetua,
que muchos han repudiado como peculiares de la antigua dispensación.
Así sucede con algunas de las leyes tocantes al matrimonio, y con
la inflicción de la pena capital por el crimen del asesinato. Si se pregunta:
¿Cómo debemos determinar si alguna ley judicial del Antiguo Testamento sigue
estando en vigor?, la respuesta es, primero, Cuando la autoridad continuada de
tal ley es reconocida en el Nuevo Testamento. Esto, para el cristiano, es
decisivo. Y segundo, Si la razón o base para una determinada ley es permanente,
la ley misma es permanente.
4. La cuarta clase de leyes son las llamadas positivas, que derivan
toda su autoridad de un mandamiento explícito de Dios. Tales son los ritos y
ceremonias externos, como la circuncisión, los sacrificios, y la distinción
entre animales limpios e impuros, y entre meses, días y años. El criterio de
estas leyes es que no serian vinculantes a no ser que fueran positivamente
promulgadas; y que son vinculantes para aquellos para quien fueron dadas, y
sólo en tanto que permanezcan en vigor por disposición de Dios.
Estas leyes pueden haber
respondido a fines importantes, y es indudable que hubo razones válidas para su
imposición; sin embargo, son específicamente diferentes de aquellos
mandamientos que son en su naturaleza moralmente obligatorios. La obligación a
obedecer tales leyes no surge de su idoneidad para el fin para el que fueron
dadas, sino únicamente por el mandato divino. ¿Hasta dónde se pueden dejar de lado las leyes contenidas en la Biblia?
Ésta es una cuestión muy debatida entre Protestantes y Romanistas. Los
Protestantes mantienen que la Iglesia no tenia el poder que los Romanistas
pretenden de liberar a los hombres de la obligación de un juramento, ni de
hacer legítimos los matrimonios que sin la sanción de la Iglesia serían
inválidos.
La Iglesia no tiene ni la
autoridad de echar de lado ninguna ley de Dios, ni de decidir las
circunstancias bajo las que una ley divina deja de ser obligatoria, de modo que
siga siéndolo hasta que la Iglesia declare que las partes están libres de su
obligación.
ACERCA
DE ESTA CUESTIÓN ESTÁ CLARO:
(1) Que nadie sino Dios puede liberar a los hombres de la obligación
de ninguna ley divina que Él haya impuesto sobre ellas.
(2) Que con respecto a las leyes positivas del Antiguo Testamento y
de aquellas disposiciones judiciales designadas exclusivamente para los hebreos
viviendo bajo la teocracia, todo ello quedó abolido por la introducción de la
nueva dispensación. Ya no estamos bajo la obligación de circuncidar a nuestros
hijos, de guardar la Pascua, ni la fiesta de los tabernáculos, ni de subir a
Jerusalén tres veces al año, ni de demandar ojo por ojo o diente por diente.
(3) Con respecto a aquellas leyes que están basadas en las relaciones
permanentes de los hombres, pueden ser echadas a un lado por la autoridad de
Dios. No estuvo mal para los hebreos despojar a los egipcios o desposeer a los
cananeos, por cuanto Aquel de quien es la tierra y su plenitud autorizó estos
actos.
Tenía derecho a arrebatar
la propiedad de un pueblo y dársela a otro. El exterminio de los habitantes
idólatras de la tierra prometida bajo el caudillaje de Josué fue un acto de
Dios, tanto como si hubiera sido llevado a cabo mediante la peste y el hambre.
Fue una ejecución judicial ordenada por el Supremo Gobernante. De la misma
manera, aunque el matrimonio tal como había sido instituido por Dios fue y
sigue siendo un pacto indisoluble entre un hombre y una mujer, sin embargo
considero adecuado permitir, bajo la Ley de Moisés, y dentro de ciertas
limitaciones, tanto la poligamia como el divorcio. Mientras la permisión estaba
en pie, estas cosas eran legítimas.
Cuando fue retirada,
dejaron de ser permisibles. Cuando una
Ley divina es predominada por otra. La anterior clasificación de las
leyes divinas, que es la que generalmente se adopta, muestra que difieren en su
dignidad e importancia relativas. Por ello, cuando entran en conflicto, lo
inferior tiene que ceder ante lo superior. Esto es lo que se nos enseña cuando
Dios dice: «Misericordia quiero, y no sacrificio.» Y nuestro Señor dice
asimismo: «El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado»,
y, por tanto, el sábado podía ser violado cuando los deberes de la misericordia
lo hicieran necesario.
Todo a lo largo de las
Escrituras encontramos las leyes positivas subordinadas a las de la obligación
moral. Cristo aprobó al maestro de la ley que dijo que amar a Dios con todo el
corazón, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, «es más que todos los
holocaustos y sacrificios.» La
perfección de la Ley.
La perfección de la ley
moral tal como es revelada en las Escrituras incluye los puntos ya
considerados:
(1) Que todo lo que la Biblia declara mala, es mala; que todo lo que
declara bueno, es bueno.
(2) Que nada es pecaminoso si la Biblia no lo condena; y que nada es
obligatorio para la conciencia si no lo ordena.
(3) Que la Escritura es la regla completa del deber, no sólo en el
sentido acabado de declarar, sino en el sentido de que no hay ni puede haber
una norma más elevada de excelencia moral. La ley del Señor, por tanto, es
perfecta en todos los sentidos de la palabra.
EL
DECÁLOGO.
La cuestión de si el
Decálogo es una norma perfecta del deber debe ser contestada, en un sentido, de
manera afirmativa.
(1) Porque ordena amar a Dios y al hombre, lo cual, como enseña
nuestro Salvador, incluye todos los otros deberes.
(2) Porque nuestro Señor lo presentó como un código perfecto, cuando
le dijo al joven en el Evangelio: «Haz esto, y vivirás.»
(3) Cada mandamiento específico registrado en los otros lugares puede
ser referido a alguno de sus varios mandamientos. De manera que la perfecta obediencia
al Decálogo en su espíritu seria perfecta obediencia a la ley.
Sin embargo, hay muchas
cosas que son obligatorias para nosotros que sin una adicional revelación de la
voluntad de Dios que la contenida en el Decálogo nunca habríamos conocido como obligatorias.
El gran deber de los hombres bajo el Evangelio es la fe en Cristo. Esto es lo
que nuestro Señor enseña cuando dice: «Ésta es la obra de Dios, que creáis en
aquel que él ha enviado.» Esto incluye o produce todo lo que se demanda de
nosotros tanto en cuanto a fe como en cuanto a práctica. Por ello, el que cree
será salvo.
2. LA DIVISIÓN DEL CONTENIDO DEL DECÁLOGO.
Como la ley fue dada en el
Sinaí y escrita en dos tablas de piedra, es llamada repetidamente en la
Escritura «Las Diez Palabras», o, como en la versión castellana de Éxodo 34:28,
«Los diez mandamientos», no hay duda alguna de que la ley debe ser dividida en
diez preceptos distintos. (Véase Dt 4:13, y 10:4). Este sumario de deberes
morales es llamado también en la Escritura «El Pacto», al contener los
principios fundamentales del solemne contrato entre Dios y su pueblo escogido.
Aún más frecuentemente es llamado «El Testimonio», como el testimonio de la
voluntad de Dios acerca del carácter y de la conducta humanos.
El decálogo aparece en dos formas que difieren
ligeramente entre ellas. La forma original se encuentra en Éxodo, capítulo
veinte; la otra, en Deuteronomio 5:6- 21. Las principales diferencias entre
ellas son:
Primero, que el
mandamiento acerca del Sábado es en Éxodo promulgado con referencia a que Dios
reposó en el día séptimo, después de la obra de la creación, mientras que en
Deuteronomio es inculcado con referencia a la liberación por parte de Dios de
Su pueblo de Egipto.
Segundo, en el
mandamiento acerca de la codicia se dice en Éxodo: «No codiciarás la casa de tu
prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo», etc.
En ambas cláusulas la
palabra es chamad. En Deuteronomio es: «No codiciarás» chamad la
mujer de tu prójimo, ni desearás ‘awah la casa de tu prójimo», etc. Esta última diferencia ha sido
presentada como cuestión importante. Las Escrituras mismas deciden la cantidad
de mandamientos, pero no en todos los casos cuáles son. No quedan numerados
como primero, segundo, tercero, etc.
La consecuencia es que se
han adoptado diferentes modos de división. Los judíos adoptaron desde un
período antiguo, la disposición que siguen reconociendo. Consideran las
palabras en Éxodo 20:2 como constituyendo el primer mandamiento: «Yo soy Jehová
tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre». El
mandamiento es que el pueblo debía reconocer a Jehová como su Dios; y la
especial razón que se da para este reconocimiento es que Él los había libertado
de la tiranía de los egipcios.
Sin embargo, estas palabras
no tienen la forma de un mandamiento. Constituyen el prefacio o la introducción
a las solemnes instrucciones que siguen. Al hacer del prefacio uno de los
mandamientos se hizo necesario preservar el número diez uniendo el primero con el
segundo, tal como se disponen comúnmente. Se consideraron el mandamiento «No
tendrás dioses ajenos delante de mí» y «No te harás imagen ni ninguna
semejanza» como sustancialmente lo mismo, siendo este último meramente una
ampliación de lo anterior.
Un ídolo era un falso dios;
el culto a los ídolos era por ello tener otros dioses aparte de Jehová.
Agustín, y tras él las iglesias Latina y Luterana, concordaron con los judíos
en unir el primer y segundo mandamientos, pero difirieron de él en cuanto a la
división del décimo. Sin embargo, hay una diferencia en cuanto al modo de la
división. Agustín siguió el texto de Deuteronomio, e hizo que las palabras «No
codiciarás la mujer de tu prójimo» el noveno mandamiento, y las palabras «Ni
desearás la casa de tu prójimo», etc., el décimo.
Esta división estaba
demandada por la unión del primero y segundo, y fue justificada por Agustín
sobre la base de que la «cupido impune
voluptatis» es un delito distinto de la «cupido impuri lucri». Sin embargo, la Iglesia de Roma se adhiere
al texto según aparece en Éxodo, haciendo de la cláusula «No codiciarás la casa
de tu prójimo» el noveno, y lo que sigue: «No codiciarás la mujer de tu
prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni cosa alguna de tu prójimo»,
el décimo mandamiento.
El tercer método de
ordenamiento es el adoptado por Josefo, Filón y Orígenes, y aceptado por la
Iglesia Griega, y también por la Latina hasta la época de Agustín. Durante la
Reforma fue adoptado por los Reformados, y tiene la sanción de casi todos los
modernos teólogos. Según esta disposición, el primer mandamiento prohíbe el
culto a los falsos dioses; el segundo, el uso de ídolos en el culto divino.
El mandamiento «No
codiciarás» es tomado como un mandamiento. ... Argumentos en favor de la disposición adoptada por los Reformados. Hay
dos cuestiones a determinar. Primero: ¿Se debería unir o separar el mandamiento
acerca de la idolatría?
EN FAVOR
DE CONSIDERARLOS COMO DOS MANDAMIENTOS DISTINTOS SE PUEDE APREMIAR LO
SIGUIENTE:
(1) Que a través de todo el Decálogo, se introduce un nuevo
mandamiento mediante una instrucción o prohibición taxativas: «No tomarás, el
nombre de Jehová tu Dios en vano»; «No matarás»; «No hurtarás», etc. Esta es la
forma en que se introducen los nuevos mandamientos. Por ello, el hecho de que
el mandamiento «No tendrás dioses ajenos delante de mí» queda distinguido por
la repetición de la orden: «No te harás imagen ni ninguna semejanza» es una
indicación de que estaban dados como mandamientos diferentes. El décimo mandamiento
es desde luego una excepción a esta regla, pero el principio se mantiene en
todos los otros casos.
(2) Las cosas prohibidas son de naturaleza distinta. La adoración de
dioses falsos es una cosa; el empleo de imágenes en e1 culto divino es otra.
Por ello, demandan prohibiciones separadas.
(3) Estos delitos no sólo son diferentes en su propia naturaleza,
sino que diferían también en la comprensión de los judíos. Los judíos
consideraban la adoración de los falsos dioses, y el uso de imágenes en el culto
al Dios verdadero, como cosas muy diferentes. Eran severamente castigados por
ambas transgresiones. Por ello, tanto las consideraciones externas como las
internas están en favor de retener la división que ha sido durante tanto tiempo
y tan extensamente en la Iglesia.
La segunda cuestión tiene
que ver con la división del décimo mandamiento. Se admite que hay diez
mandamientos. Por lo tanto, si los dos mandamientos «No tendrás dioses ajenos»
y «No te harás imagen», son distintos, no hay lugar para la pregunta de si el
mandamiento acerca de codiciar ha de ser dividido. Lo que se prohíbe es la
codicia, cualquiera que sea su objeto…. La distinción no es reconocida en
ningún lugar de la Escritura. Al contrario, el mandamiento «No codiciarás» es
en otros pasajes dado como un mandamiento.
Pablo dice en Romanos 7:7:
«Yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco habría sabido lo que es
la concupiscencia, si la ley no dijera: No codiciarás.» Y en Romanos 13:9, al
enumerar las leyes que prohíben pecados contra nuestros prójimos, Pablo da como
un mandamiento: «No codiciarás».
EL PREFACIO A LOS DIEZ MANDAMIENTOS.
«Yo soy Jehová tu Dios, que
te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses
ajenos delante de mí.» Con estas palabras se enseña el Teísmo y el Monoteísmo,
el fundamento de toda religión. La primera cláusula es el prefacio, o
introducción al Decálogo. Presenta la base de la obligación y el especial
motivo por el que se demanda la obediencia. Se debe a que los mandamientos que
siguen son las palabras de Dios que vinculan la conciencia de todos aquellos a
quienes se dirige.
Es por cuanto son las
palabras del Dios del Pacto y Redentor de Su pueblo que estamos especialmente
ligados a darle obediencia. La historia parece demostrar que la cuestión de si
el Infinito es una persona no puede recibir respuesta satisfactoria por parte
de la razón no asistida del hombre. El hecho histórico es que la gran mayoría
de los que han buscado la solución de esta cuestión en los principios filosóficos
la han contestado en sentido negativo. Por tanto, es imposible estimar de
manera debida la importancia de la verdad involucrada en el uso del pronombre
«Yo» en estas palabras.
Es una persona la que es
aquí presentada. De esta persona se afirma, primero, que es Jehová; y segundo,
que Él es el Dios del pacto de Su pueblo. En primer lugar, al llamarse a Si
mismo Jehová, Dios revela que Él es la persona conocida a Su pueblo por este
nombre, y que Él es en Su naturaleza todo lo que este nombre comporta. La
etimología y significación del nombre Jehová parece ser dada por el mismo Dios
en Éxodo 3:13, 14, donde está escrito: «Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego
yo a los hijos de Israel, y les digo:
El Dios de vuestros padres
me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntan: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les
responderé? Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a
los hijos de Israel: El YO SOY me ha enviado a vosotros.» Así, Jehová es el YO
SOY; una persona siempre existente y siempre la misma. La auto-existencia, la
eternidad y la inmutabilidad quedan incluidas en el significado del término.
Siendo ello así, el nombre Jehová es presentado al pueblo de Dios como la base
de la confianza;- como en Deuteronomio 32:40 e Isaías 40:28: «¿No has sabido,
no has oído que el Dios eterno, Jehová, el cual creó los confines de la tierra,
no desfallece, ni se fatiga con cansancio? Su inteligencia es inescrutable.»
Pero estos atributos naturales no serían base para la confianza si no
estuvieran asociados con la excelencia moral.
Aquel que como Jehová es
declarado infinito, eterno e inmutable en Su ser, no es menos infinito, eterno
e inmutable en Su conocimiento, sabiduría, santidad, bondad y verdad. Así es la
persona cuyos mandamientos están registrados en el Decálogo. En segundo lugar,
no es sólo la naturaleza del Ser que habla, sino la relación que tiene con Su
pueblo la que es aquí revelada. «Yo soy Jehová tu Dios.» La palabra Dios tiene
un significado determinado del que no tenemos la libertad de apartamos. No
podemos poner en lugar de la idea que quiere expresar esta palabra en las
Escrituras y en el lenguaje ordinario ningún concepto arbitrario filosófico
nuestro.
Dios es el Ser que, debido
a que Él es todo lo que implica la palabra Jehová, es el objeto apropiado del
culto, esto es, de todos los afectos religiosos, y de su expresión apropiada,.
Así, Él es el único objeto apropiado del amor supremo, de la suprema adoración,
gratitud, confianza y sumisión. A Él tenemos que confiarnos y obedecer. Jehová
no sólo es Dios, sino que Él le dice a Su pueblo colectiva e individualmente:
«Yo soy tu Dios.» Esto es, no sólo el Dios al que Su pueblo debe reconocer y
adorar, sino también que ha entrado en un pacto con ellos, prometiendo ser Dios
de ellos, ser todo lo que Dios puede ser para Sus criaturas e hijos, bajo la
condición de que consientan en ser Su pueblo.
El pacto especial que Dios
concertó con Abraham, y que fue solemnemente renovado en el Monte Sinaí, fue
que Él daría a los hijos de Abraham la tierra de Palestina como su posesión, y
que les bendeciría en aquella herencia con la condición de que mantuvieran las
leyes que les habían sido entregadas por Su siervo Moisés. Y el pacto que Él ha
hecho con los hijos espirituales de Abraham es que Él será el Dios de ellos
para el tiempo y la eternidad bajo la condición de que ellos reconozcan,
reciban y se confíen a Su Hijo unigénito, la prometida simiente de Abraham, en
quien todas las naciones de la tierra serán benditas.
Y como en este pasaje la
redención de los hebreos de su esclavitud en Egipto es mencionada como la
prenda de la fidelidad de Dios a Su promesa a Abraham, y la base especial de la
obligación de los hebreos a reconocer a Jehová como Dios de ellos, así la
misión del Hijo Eterno para la redención del mundo es a una la prenda de la
fidelidad de Dios a la promesa dada a nuestros primeros padres después de su
caída, y la base especial de nuestra adhesión a nuestro Dios del pacto y Padre.